27 de mayo de 2013

No me acompañes a ver el atardecer.

           

          En mi niñez no fui cercano al mar. Nací el año 1949 en la provincia de Los Andes, ubicada en la Quinta región de este país al sur del mundo. No había mar, pero al menos  pertenecía al valle del Aconcagua.
            A los dieciocho años conocí la ciudad de Valparaíso. Viví ahí por causa de mis estudios dirigidos a la historia de mi país y del mundo. Todos los días subía la escalera de la calle Serrano para llegar a mi colorido y pequeño hogar. Allí fue cuando comencé a querer al puerto, encontrándome con el mar a diario y levantándome cada vez más temprano para quedarme un rato más a observarlo.
            Viví una buena vida. Me casé con una afable mujer llamada Alejandra, con la que tuve dos hijos varones: Juan y Pedro. El primero trabajaba y, el segundo, iniciaría la aventura de ser un estudiante universitario de arquitectura. A pesar de esta compañía bajo mi techo, nunca dejé de sentirme solo junto a mi vida.
            Un día 19 de mayo abandoné este mundo, dejé de vivir. Recuerdo que era esta fecha porque se aproximaba un día sin trabajo y el típico discurso de cada año. Bueno, cómo olvidar ese día lleno de aflicciones. Me recuerdo frente a un espejo quebrantado por la noticia que me dio Pedro. Él lo supo antes que yo, era un joven que pasaba mucho tiempo paseando por ahí. Y la noticia era que Alejandra salía con otro hombre.
            Agonicé el día entero, producto de mi incapacidad de reaccionar frente a lo que me  estaba sucediendo. Sabía que era necesario culpar a alguien, y sabía que la culpa era mía. Las razones dan lo mismo, ¿para qué podría gastar tiempo en pensarlas, si ya estaba muerto?
            El día siguiente fue bastante similar. Creo que mis hijos y mi mujer (¿mi mujer?) trataban de hallar la forma para que alguna palabra brotara por mis labios áridos, de cadáver. No se daban cuenta, y yo no lo entendía. Me tenían allí, tendido en la cama que debía seguir compartiendo con aquella compañera de años, la cual al verme no dejaba de lagrimear. Y esto tampoco podía comprenderlo, ni preguntárselo.



            Pero si tuviera la oportunidad para preguntarle algo, ¿qué sería? No puedo imaginarme frente a ella discutiendo acerca de sus aforos para tener relaciones con más hombres que conmigo. Tampoco siento que se haya tropezado. Por eso solo puedo encontrar una explicación en la naturaleza. La fuerza de gravedad hizo de lo suyo, atrayéndola hacia otra persona y, así, alejándola de mí. En cambio yo, yo ya no siento mi masa, ni siquiera mi energía. Ya no me siento atraído hacia el centro de la Tierra. No siento la gravedad sobre mi cuerpo, ni atraigo a ningún otro, y pareciera que me elevo por los aires, y veo todo desde muy alto. Me acerco a la luna, cuya fuerza atrae al mar, quien al parecer resultó más veloz que yo y me hundió en una de sus marejadas. Lo más intrigante fue que no me importó. En ese momento me sentí feliz. La sal entraba por mi boca y mi nariz, y a ratos podía mirar mis pies sobresaliendo de aquella inmensidad de fluidos. Nunca había visto un cielo tan claro, aunque ya comenzaba a caer la noche. La tarde era perfecta para salir a caminar por la calle Errázuriz.
             De pronto me perdí en el océano, el clímax de concluir con mi vida física. No había tierra alrededor y poco a poco me sumergía en el mar. Creo que hasta pude colaborar con el océano por unas lágrimas que esparcí. Quizás por la tristeza, quizás por la felicidad de dejar de   respirar.

(Cuento para un clase).

2 comentarios:

  1. Que hermosoo Marlene! Felicidades y ojalá sigas así en el futuro, felicidades de corazón

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