14 de septiembre de 2013

viajes

  Los pies sonrojados tiemblan mientras el camino se va moviendo. La respiración es constante, sus miradas se cruzan y el frío aparece de forma ocasional. Relámpago y fuego por la carretera, olvido mis costumbres y me despojo de los recuerdos que solían enriquecer a todo mi cuerpo de un modo potente y duradero. Me sofoco con los pensamientos ajenos que llegan a mi mente de la misma forma en la que algún sujeto se enamora. 

Distraída. Mi cabeza palpita, mi corazón se queda atrás, pero mis ojos logran adelantarse y correr en la primera posición. No hay claridad y estoy asustada. Las araucarias se posan en mis hombros para tranquilizarme. Es inútil, la miseria es mucho más longeva que estas últimas.




Hablar del pasado es cabalgar en un río bajo una tormenta. El tiempo debe tener algo en contra de mi. Mi rostro habla por si solo cada vez que escucho el momento en que las manzanas caen al suelo. Limón en los ojos con lágrimas de mar. El paisaje brilla con tu mano en la ventana, espantando a cualquier gota que se asome hacia mi mirada.

El dolor es insoportable, asombroso, un nuevo camino sin paso alguno, justo como todos los demás que llegaron antes. La muerte da un vuelco, vuelve a estar presente en los pensamientos que vienen, vienen, vienen, no se van, y si se van vuelven enseguida, en menos de un segundo se asoman nuevamente en mis brazos que comienzan a contraerse, a gritarme desde una pequeña distancia, me oprimen. Vuelvo al mismo miedo anterior.
Bajar por las escaleras no es un trabajo fácil. Recorrer mi mente es un suicidio. Trabajar en ello es fatal.

Necesito un vaso de agua.

Necesito su nombre.




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